LA POESÍA DE MARINA ARRATE
Por María Eugenia Brito
Revista de Teoría del Arte Nº 9, Facultad de Artes de la Universidad de Chile,
Departamento de Teoría de las Artes, Diciembre 2003, pp. 187 – 194
Trapecio es el quinto poemario de la escritora Marina Arrate. Lo preceden, Este Lujo de Ser, Máscara Negra, Tatuaje y Uranio.
El texto Trapecio (2002, Stgo. Lom) instala un formato diferente dentro de la poesía de M. Arrate, acentuando su trabajo de diseminación de las formas de la lírica con las de la prosa narrativa, elaborando una cierta narratividad que si bien, estaba instalada en Máscara Negra y Tatuaje, ahora conforma un relato, con una historia y una trama, características que han sido propias de la novela.
La difuminación entre géneros literarios y formas estéticas no es nueva en Chile ni en las artes. Barriendo dichas fronteras, en un gesto posmoderno, Marina Arrate escribe un texto literario, visual, teatral que poetiza hasta su máxima amplitud una historia, elaborándola desde una poética a la vez suntuosa y precisa.
No es todo. Intentado seguir la línea de El Infarto del Alma, de Eltit/Errázuriz, el texto se presenta como una producción dual en que la poetización asedia las fotos de Claudia Román, como Diamela Eltit lo hiciera con las de Paz Errázuriz. Sin embargo, en este caso, el texto desborda ampliamente el trabajo fotográfico de Claudia Román.
Las fotos mediatizan la escritura, otorgándole a su vastedad de formas un recorte de circo pobre, chileno, local desplegado ampliamente por su poética que textualiza esas marcas con el lujo metafórico y barroco con que Marina Arrate formula su práctica estética.
Trapecio entremezcla erotismo y muerte, generando el deseo de abrir la memoria, de llegar a la escena primaria, descorriendo los visillos, para acercarse al escurridizo significante que impide a su cuerpo imaginar un simbólico, manteniéndose en el juego de las pulsiones informes. De la angustia y despertenencia de sí que le llevan a desear saltar el abismo que, breve, como el salto al vacío, de los juegos, lo separa de la nada. Sin huella, sin diferencia, sin historia. Lo que implica la muerte, la planificación de un agudo deseo de muerte.
“Ahí estoy yo. Allí en el cerrojo de mi memoria contemplo. Fueron los hechos, por entre los visillos” p7.
Ernesto Cifuentes, el nombre de un cuerpo que acomoda los otros en el texto, otros que generan rituales en los que él no tiene acceso más que como efecto de una ausencia: el vacío del nombre del Padre. Por ello instala el escenario de un encuentro, produciendo y borrando sustitutivos surcos que materializan la dramática tensión de esta falta. Instalando y borrando los hilos de una trama, múltiple y compleja, asediando en ella como un voyeur, sin más fuerza que la entiesada postura de una sombra que se amarra de los juegos y pasiones de los otros. El bastardo. El que no conoce nombre de madre y que se apega por ello a la Patronímica. El que arde por un nombre y por ello ésa su primera declaración, su punto de apoyo. Después será relator, y amante.
Amante que se instala tanto como en tres cuerpos, como en ninguno. Los tres cuerpos son un triángulo, que además son un grupo de trabajo y un triángulo erótico: Salomé, la encantadora de serpientes y los payasos que conmutan roles. Pues todo triángulo pende de un hilo, que se mantiene riesgosamente frente a frente con la muerte.
Ellos desde lo alto de la cuerda. Ella desde lo bajo, la tierra, con la serpiente que se arrastra en el suelo o se enrolla, sensual como un amante, un mantra, segunda piel sobre su cuerpo. Serpiente mítica que abre un espacio sagrado para el placer. Un placer promiscuo y nocturno cuyo santuario es el escenario, y el retoque de un secreto que no se pronuncia fácilmente, pero que, como una fiesta se prepara, aliándose al ojo del espectador.
Pero la cuerda también tiene su fuerza, y es el impulso a saltarla. Rasgarla requiere del Padre.
Ese es su secreto, su filiación al cordón. Se trata de un cordón que embelesa y que no puede sustraerse del ojo, marginalizándolo de todo afuera.
Entonces el circo es uterino y redondo como la dualidad umbilical que pesa sobre todos y que canaliza la figura clave del Acomodador.
Salomé sabe que ella produce el culto masculino por el movimiento rítmico de la serpie. Como sabe también del juego homosexual de los dos payasos, quienes buscan la atracción, la final y definitiva aprobación de su mirada. De arcaica procedencia la fuerza femenina de la serpie se mezcla con ella para recoger y desplegar la paganidad de los antiguos cultos a la mujer. Pero también quién de ellos poseerá la certeza de ese masculino que ella refracta como un espejo entre sus pechos. La protomujer, que va más allá del femenino patriarcal. La que se nombra como la que cautiva, en cuanto su sexualidad convoca un poder fálico, sembrando la duplicidad, la ambigüedad de este más allá de todo binarismo. Exigiendo por ello la mirada, controlando el goce, ejerciendo activa y sensual su poder mediante la pose, el ritmo y el suave y fuerte contacto con la serpie.
La serpie como dadora de sabiduría, la puerta que conduce al otro paraíso. Con ella viene el acoplamiento, el trabajo, la pareja sexuada y afectada por la expulsión. Con ella viene la separación cultural del bien y del mal, del ascetismo y del goce, de la afiliación al nombre del padre y la bastardía.
El primer espectador de este ritual de seducción, en blanco y rojo (como la máscara de los payasos, los mimos, los amantes) es el Acomodador; el espectáculo, sin embargo, lo encierra como ojo y deseo, abriendo sus márgenes sólo al público.
¿Por qué el ojo desea? ¿Por qué su mirada se retiene, obstruida, buscando el objeto que finalmente la contenga y no la deje en su espeso margen? ¿Este mirada que pasa por los cuerpos, incesantemente, errante entre uno que otro paradero pero sin lograr inscribirse en el nombre que le otorgue el sentido a su continuo desliz, a este viaje por letras que pasan ante sus sentidos sin hacer emerger un centro? Capturado en las fantasías de la Patronímica, vive de la leyenda y del mito:
“Llegué a la falda de la Patronímica cuando el hambre me cegaba la memoria. Y ella me enseñó a leer y me contó cuentos.
Me habló de la furia del vuelo de los apasionados del trapecio.
Yo sólo tenía ojos para Salomé.
La locura golpeaba mi cabeza” p.11
Salomé, la que se reserva el papel de portadora del falo del que carece el Acomodador, no sabe que hechiza en cuanto sicotiza. Por ello, su adorador le es necesario, para instalar el orden de un lenguaje otro, hecho de pulsiones con las que ella magnifica su goce.
Así él se entrega al lento aprendizaje de “la última de las letras de ese alfabeto endemoniado que me has entregado por tarea y por el cual me nombro Ernesto Cifuentes”.
Adherido a la farsa, al simulacro de un nombre, juguetea como los diez monicacos amaestrados, en una tienda de dos metros por dos metros, espectador de los juegos de los payasos. En un carnaval burlesco y hereje en el que se cita la lengua de la biblia y el lenguaje bufo que siembra en el público el deseo y el horror. Pues es la muerte la carta que triunfa en el azar, de manera inéditas y tensas. Que estrechan el trapecio y permean el delirio celeste del Acomodador.
Son los juegos de la fatalidad, mezcla en que se fusionan lo antiguo del mito cristiano y su irradiación latina en este circo pobre, juegos cuya clave nadie posee, pues el sentido está en su momentánea provocación, en la chispa metafórica que abre un puente entre dos mundos y el hueco que instala la escritura.
Desde donde la significancia puntúa una nueva estación para esta huida de la realidad. Allí el daimon habla y es con la voz del Acomodador.
Así mutan hombre y perro sus identidades en un como si, de manera ventrílocua. Ernesto Cifuentes trasmite mediante Daimon, en una modalidad irreal y ambivalente: el deseo de ser Otro en el amor. Es la Patronímica la que insinúa esa ruta en el difuso laberinto de su mente. Esa mente que espera la apertura de un cerrojo. ¿Quién es el Padre? ¿El Emperador ¿la necesidad de que el Significante no vacile entre parodia y parodia, que los límites se suavicen, que la nada no habite su frío silabario?
Para terminar con su paradoja, y con la angustia de la carencia, la fórmula ensayada es el Otro de Salomé, el que verifica el color celeste del delirio de Ernesto Cifuentes. Que se acomoda a él, víctima del sortilegio de su propia mente, erradicada de sí, hijo sólo de madre, y por ello espejo del absurdo, sediento de necesidades inapelables. Como ingresar desde una identidad más verdadera más allá, del juego, en el real abierto por la Otra: Salomé, la provocadora, doble irradiación de la Patronímica.
El Angel es un producto de su deseo de redención. Bello y puro, atrae un nuevo orden en el escenario. El triangulo se rompe y el número mítico del tres, deja pasar a un cuarto que lo perfecciona, como se perfecciona y sublima el deseo del Acomodador. No en vano es él quien maneja cuerdas y luces.
El mundo se llena de signos y augurios, en el escándalo de una profecía, que Ernesto Cifuentes cumple a cabalidad. Cediendo a una de sus máscaras, la del Daimon, su poder en la juerga del dialecto: Un lenguaje donde hay muchas erres y erres, p.33. Donde en la mirada de ese otro, encuentra un nombre.
Propio del murmullo, del amor, por sobre todo de la muerte.
Así adviene del otro lado del espejo, feminizándose, con el nombre de Tiara, y Laura, otro nombre de la serpiente. Adquiere de esa manera la fuerza de una pitón endemoniada. (p.35)
A esa madre simbólica, configurada desde el delirio como la figura del odio y el miedo, a esa madre demoniaca, la figura del Angel la exorcisa y le otorga al acomodador la fuerza del Amante.
Salomé pierde, entonces, su más intenso adorador, quien la fabula y enciende. La muerte rota su espiral haciendo caer su asedio sobre ella. La fórmula que contiene la caída del mito, el final de los juegos y del simulacro requiere de un número.
Que, por supuesto abre la falta, la herida de la falta, el cierre del espectáculo.
Sin abolir por ello la duplicidad, sino multiplicando el trío, con el número seis. Los dados están echados. Y la combinación esta vez, fue 634. El día seis, a las tres de la tarde, seremos menos. P.61.
Pero es imposible que Salomé, custodia del goce parta. La rutina de los juegos se torna inútil para el Acomodador, sumido en la locura. Preso de un lenguaje que no entiende, que no desea entender, planea lo que desde el inicio busca: la muerte.
Para ello y no por azar utiliza un símil que intenta en vano, mimetizarse con el Angel y ejecutar el único y sólo número que concluye toda parodia, toda fiesta: la muerte.
El texto finaliza con el cierre del circo. Sin el Acomodador, Salomé y la sierpe hablan un lenguaje terrestre y sin prestigio. Ernesto Cifuentes / Daimon / Angel/Tiara, daba a esa habla, prestigio y espesor: él es el gran ventrílocuo de los Otros. Sin él, nadie experimenta la nostalgia de la búsqueda, la seducción de lograr un gran arte, que en Trapecio toma la doble forma de suicidio y asesinato.
Suicidio, pues el Acomodador quiere dejar su plaza, su cuerpo y su libreto. Asesinato en cuanto requiere de los envidiosos gemelos para darle fin.
Trapecio, de Marina Arrate, convierte esta mezcla bastarda y mestiza de lenguas y deseos con la pluralidad radical de un habla imposible que traza su narratividad en la lógica del delirio y la pasión por ser, postulando la paradoja del nombre del padre, como sustrato arqueológico del deseo. Y de su incansable repetición en la escisión abierta, en forma irremediablemente cruel. Seducción de la locura abierta como una herida en el cuerpo de esa poética, que la fusiona con el mito y la fábula, para permitirle trazar su nomadismo en una épica sutil e irreparable: reparar con su cuerpo un texto tejido en la saga materna. Saga chilena, drama popular que politiza la escritura de Trapecio desde todos los vértices de su textura.
Mayo de 2003.
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