MARINA ARRATE
Máscara negra. Tatuaje. El hombre de los lobos.


Libros de Tierra Firme, Buenos Aires 1996

Por Eliana Ortega
Publicado por la revista de creación y crítica “El Espíritu del Valle”, en su edición 4/5, 1998, pag. 146 -147.

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He querido iluminarme a la luz de
mi falta de luz. Los ramos se
mueren en la memoria. La yacente
anda en mí con su máscara de loba.
Alejandra Pizarnik

La obra de Marina Arrate forma parte del corpus de poesía que surge, en los ochenta, con gran vigor y gran variedad de propuestas poéticas que algunos críticos llaman el neovanguardismo de la experimentalidad de los lenguajes. Podría hablarse también de una poesía que participa de las tendencias de la postmodernidad artística, que al decir de Julio Ortega: “supera la alineación que divide arte y vida, artista y público, individuo y sociedad; o al menos no los confunde ni los jerarquiza”. Es en esta década de los ochenta, cuando, emergen desafiantes, algunos de los textos poéticos escritos por mujeres chilenas, entre ellos los de Marina Arrate, quien hace su aparición en al escena literaria chilena en 1986, con su libro ESTE LUJO DE SER. Los textos poéticos que estudio en esta ocasión, configuran la antología que se presentó en la Feria del Libro de Buenos Aires este año; incluye textos de sus libros MASCARA NEGRA (1990), TATUAJE (1992) y El hombre de los lobos, de su libro inédito, URANIO.

Pero antes de seguir adentrándome en la boscosa textualidad del libro de Arrate, deseo hacer un rodeo por las afueras del bosque y referirme a un aspecto de la cultura chilena actual, que ronda mis lecturas hace ya un tiempo; un deseo que va convirtiéndose, poco a poco, en una inquietante obsesión, que espero dé cuerpo a un libro sobre mis reflexiones en torno a la poesía escrita por mujeres de América del Sur, en nuestro fin de siglo. La obsesión se refiere a la insistencia en leer poesía en un momento en que este género literario pareciera ser ignorado por las/los lectoras/es, incluida la crítica literaria; a pesar de la pretendida ignorancia se escribe poesía profusamente, excelentemente, poesía que piensa este momento finisecular de nuestro continente americano con lucidez y rigor sustancial. Así, el pensamiento poético no logra ubicarse (a lo mejor no quiere, ojalá no quiera), ubicarse en el mercado del libro, no quiere competir con la palabra fácil de cierta narrativa contemporánea; en esta incómoda situación, el leer y estudiar poesía podría considerarse un acto masoquista, un acto casi suicida para cualquier crítica/o literaria/o, digo, al insistir en abordar el discurso poético, y no cualquier discurso, sino aquél de exigente lectura; pero en vez de torturarme con las consecuencias de esta preferencia mía, quisiera declarar que para mí el leer poesía, se ha tornado un acto inevitable; se ha convertido en una pasión de lectura, de intenso placer, devocional a veces; se ha constituido en un acto de resistencia a la mala levedad, es decir a la pesadumbre materialista de este fin de siglo; en fin, se ha transformado en un acto de reparación ante tanta palabrería insulsa, ante tanta mortandad. En la introducción a mi último libro sostenía con Santayana que: “la gran función de la poesía es precisamente ésta: reparar el material de la experiencia, recogiendo la realidad de la sensación y de la fantasía oculta bajo la superficie de ideas convencionales, para construir luego con ese material, vivo, pero indefinido, nuevas y mejores estructuras, más ricas, mejor ajustadas a las tendencias primarias de nuestra naturaleza, y más verdaderas con respecto a las posibilidades últimas del alma”. Cita que, por lo demás, calza perfectamente con la aventura poética de Marina Arrate. A un año de esa publicación, sigo pensando que Santayana acertaba al darle un sentido reparador a la poesía; agrego hoy que para muchas/os, el leer poesía se ha transformado en un acto de supervivencia, “leerla como si la vida dependiera de ella”, al decir de Adrienne Rich. Porque en un momento de mercantilismo aceleradamente agresivo, que crea una atmósfera bélica en que el poder de Don Dinero arrasa con todo lo sagrado, la poesía aún se atreve a develar los verdaderos misterios: lo difícil y lo maravilloso del vivir, lo diáfano y lo oscuro del ser; y lo escriben las/os poetas, sin la parafernalia de la farándula cultural barata, fácil, chata; quienes escriben poesía en serio, lo hacen en silencio, sin cejar en su empeño trabajoso, sin necesidad de vociferar, sin rebajar la palabra.

“Como su la vida dependiera de ella”, es que Marina Arrate se interna por los misterios del ser a través de la palabra poética; ella expone la rebeldía de la palabra y delata la perversión del logos que funciona para fijar jerarquías como las de género, raza, clase y demases. Posible lectura de MASCARA NEGRA, libro que contiene imágenes de mujeres varias, de la iconografía del mercantilismo y del show montado para promoverlo; máscaras relucientes que reproducen las múltiples poses que la mujer occidental adopta para que a través de ellas sea transustanciado su impacto sobre la realidad; para que cruce todas las leyes y simule un acto normal, acto que se transforma en MASCARA NEGRA, cuyas hablantes transgresoras, amparadas en la máscara del momento que les tocó en la fiesta de la vida después del paraíso, rompen, rasgan, transfiguran los diversos estereotipos femeninos. Máscaras teatrales que representan lo equívoco y ambiguo del vivir, máscaras que modifican lo estático de la identidad única/fija asignada a las mujeres: madre y amante heterosexual.

En una conversación con Arrate a principios de este año, ella me señalaba la influencia del teatro en su trabajo escritural, y muy especialmente, en TATUAJE. Si en MASCARA NEGRA está presente la mascarilla del “show” del espectáculo carnavalesco actual, en su tercer libro TATUAJE, las máscaras cambian y nos refieren a un tiempo remoto de nuestra historia colectiva: la del teatro precolombino con sus máscaras rituales, las que nos permiten realizar un rito de pasaje, pero un pasaje hacia atrás, gesto perentoriamente contrario al avance del tiempo del progreso. Sus tatuajes son así marcas como definición de propiedad, de pertenencia a una tradición antigua y aún presente en Latinoamérica. Porque TATUAJE nos refiere al teatro más olvidado, el precolombino, cuya simbología inaccesible para la gran mayoría lectora de hoy, la simbología del tatuaje primigenio, la escritura en el cuerpo, es máscara teatral que desenmascara las realidades más profundas y ocultas del ser latinoamericano; este tatuaje teatral, en vez de envolver superficialmente, se interna en lo más recóndito y complejo del ser y del mundo soterrado, el del ancestro precolombino; Arrate pone en escena en TATUAJE una máscara diferente, antigua, sugerente, y con ella se regodea en la suntuosidad y sensualidad del simbolismo animalesco nuestro, que traspasa su texto. Leo los versos de Arrate:

“por medio de cortes profundos
las cicatrices
por medio de heridas
amorosa y artificialmente abiertas
los queloides
por medio de trasplantes,
de piel de antílope y jaguar
las nuestras”.

“Sed de una lumbre profunda
escociendo en lo oculto de mi
oscura

mirada.
Sed de ultimarse en infinito consumo,
de apelar furtiva, general,

sapiente
y única al terror de una religión
agónica”.

Poesía dramática, de rito sacrificial, es la de TATUAJE, en que la naturaleza dramática de los ritos religiosos, nos abren a una cuestión de la mente colectiva, para decirlo con Durkheim. Así, la poesía de Arrate, se reencuentra con una tradición muy antigua, la tradición de canto sacrificial. Pero a la vez, su poesía, a partir de URANIO, entronca con una vanguardia, no precisamente la de los años treinta, y sí, también, pero por sobre todo, su discurso poético se inscribe en aquella tradición moderna propia, la modernidad del modernismo nuestro; no en vano está Darío guiñando un ojo desde sus “Motivos del lobo”, o Martí advirtiendo que “los dioses de los bosques hablan todavía la lengua que no hablan ya las divinidades de los altares”. De ahí tal vez la suntuosidad, sensualidad, ritmo sonoro, caracteres prevalecientes de “El hombre de los lobos”, segunda parte de URANIO.

La poeta argentina Diana Bellessi, al presentar la antología de Arrate en Buenos Aires, ubicó a Arrate entre aquellas poetas latinoamericanas en que la “materialidad… excede a la razón”, y se preguntaba: “¿No es ese el sino de las poetas latinoamericanas? Iconografías de la cultura occidental como Jaez que permite generar significaciones sobre lo vasto, mudo, incontrolable del sujeto que escribe, del mundo desde donde escribe”.

Le sigo la pista a ese sujeto “vasto, mudo, incontrolable” para entrar en el bosque de “El hombre de los lobos”. Y me pregunto: ¿este bosque nos enviará de vuelta al principio materno, a una naturaleza amante y devoradora, ocultante de la razón? De todas maneras, el título nos remite al caso relatado por Freud sobre una neurosis infantil, y por qué no comenzar por ahí, ya que la misma autora afirma que “sicología y literatura (para ella) son una dualidad permanente. Se alimentan la una de la otra, no tanto en al forma pero sí en el contenido…”, así sostiene que intenta acercarse “a zonas más ocultas y desconocidas del ser femenino”, indagación muy explícita en sus primeros libros. Sin embargo, creo necesario salirme de esa seña evidente del título “El hombre de los lobos”, porque me parece que Arrate nos invita a jugar con asociaciones, analogías más esclarecedoras, que hacen que la intertextualidad de su libro se espese y resulte muchísimo más rica y compleja.

Se abre el texto con unos versos que nos envían al tiempo de la fábula, del cuento de hadas, al tiempo indefinido del mito. Comienza así: “Alguna vez fui un lobo/y aullé en la noche interminable/junto a mis hermanos”. Me pregunto ¿de dónde esta hermandad con lo salvaje? Una posible asociación: el cuento infantil, la “Caperucita Roja” y/o el “Lobo y las siete cabritas”; pero me quedo corta con esas referencias. ¿No será que Arrate arranca de imágenes de cuerpos animales enraizados en los cuerpos/mentes indivisibles del ser primario, en que la imagen sagrada se compone de esta dualidad inseparable? Espíritu y sexo, factores esenciales en la creación de los sagrado; al parecer, la poeta toma ciertos elementos de la tradición chamánica en al cual la/el poeta configura su visión por medio de los sueños y la palabra, de la imagen y el canto, para hacer posible la creación. “En lo salvaje está la preservación del mundo”, ya lo había afirmado Thoreau.

Así lo expresa Arrate:

“El hombre sueña
que penetra en lo frondoso de un árbol
y cobija entre sus piernas y las ramas
un deseo que lo aglutina y
disuelve…”

Del mito al sueño. A otra maraña, al mundo de los sueños; y leer el texto de Arrate nos hace perdernos más de una vez por la boscosidad de su palabra; de ahí que la poeta nos obliga a movernos de una referencia a otra “para entender cómo está hecho el bosque, y porqué ciertas sendas son accesibles y otras no”. Es inevitable, después de todo, nos dice Umberto Eco “todos podemos trazar nuestro propio recorrido (en el bosque) decidiendo ir a la izquierda o a la derecha de un cierto árbol y proceder de este modo, haciendo una elección ante cada árbol que encontremos”.

Y no hay camino seguro una vez dentro del bosque, dentro del texto que interroga y se interroga:

“¿Quién canta en la oquedad, quién
entona estos himnos transhumanos?
¿Es el amado en busca de su oveja?
¿O la oveja que clama aún
después de muerta?”

“Porque el poeta no puede saber quién es; ni sabe siquiera lo que busca”, nos dice María Zambrano, y es por eso que los lectores cómplices deambulamos por el bosque, medio perdidos, sin rumbo fijo, lo cual nos permite entre otras cosas, conectarnos, a través de la palabra poética, con una zona inexplorada, una minada, zona que la poeta Arrate llama “El reino del terror”, espacio donde: “Aquello que dicta el deseo busca la precisión del poema”. En ese “Reino del terror” nos arriesgamos a remontarnos con ella, a orígenes difusos, como lo son las imágenes boscosas de nuestros cuentos infantiles, en que primero nos introdujeron al bosque, en que primero le temimos al lobo, y en que primero nos convertimos, como lectores cómplices, en parte de esa misma espesura del bosque, que es la poesía, que no es meramente un abrevadero nutriente, sino que es un espacio de descubrimiento, un espacio misteriosamente bello.

¿O acaso no son encantatorios los siguientes versos de develamiento?:

“Transido de una luz
que turba mi entendimiento soy
hombre y lobo prendido
de una lumbre que quisiera
yo ya devorada.

¿O estos otros?:

“¿Nunca más los anillos de este reino oscuro,
el hambre, la sed,
el júbilo de mis hermanos salvajes
oteando las lejanías
el estremecimiento, el espasmo
de las noches estáticas,
el esplendor de las cacerías sangrientas,
estruendo que había y tinieblas?
Y la loba feroz que en mis entrañas soñaba”.

Versos que muestras la torsión de la hablante que se hunde en el ámbito de lo oscuro y secreto con propiedad total desde su poder, el de su palabra; de esta manera retuerce el gesto falológico de la civilización patriarcal que ubica a las mujeres, los niños y los animales en el lugar de la materia oscura. Arrate se posiciona, cuando ella lo desea, entre sus hermanos; su hablante poética traspasa las barreras de género y se transforma por sí misma, en “loba feroz”, quien termina reafirmando:

“Vuelvo
a beber
en lo oscuro y secreto”.

Como ven las máscaras han ido mutando desde el primer libro hasta este último. Son máscaras que fragmentan las identidades de las/os hablantes, máscaras que develan y esconden, que crean sujetos ambivalentes, que desordenan el orden establecido. Es como si la salvación estuviera precisamente en la capacidad de crear el caos, que no es otra cosa que el crear un orden diferente, en que la máscara andrógina, como la de URANIO, máscara de lobo/loba, tal vez intente representar un orden simbólico anterior, uno en que no hay separación del todo sagrado, del todo como se lee en el arte pre-colombino. De esta forma las/os hablantes de “El hombre de los lobos” se emparentan, se asemejan a aquellos cientos de seres andróginos creados por diversas escritoras contemporáneas, que en su búsqueda ontológica, hacen uso de sujetos “salvajes”, cuyos sexos, más allá del sexo, más allá del género, libres de las categorías genéricas, han querido significar ese cambio de orden radicalmente, y que al instaurar ese orden diferente el sexo-género aún subordinado, el femenino, irónicamente se posiciona fuera de dicha subordinación, por medio de la palabra poética.

“Así las cosas, ¿qué del género?”, se pregunta Arrate, me pregunto yo, y responde Arrate: “Más bien, me pareciera ser que las cosas suceden. La poeta se ha valido de mí y yo soy su accidente. Insisto en su inocencia. E insisto en ello porque ¿de qué otra manera podría hablar de lo que habla como lo habla? Ella se apropia del oficio y de la tradición del oficio para hablar de lo que es y de lo que la rodea. Esto es. Pero ella, ella vive en el reino del terror. Y para vivir en el reino del terror es necesario ser inocente. Mi labor con ella es entregarle toda herramienta que le sea necesaria para que ella hable: el lápiz, el conocimiento, la tradición son suyas. En esto no hay cuestión, ni discusión. El falo le pertenece, el útero le pertenece. Le pertenecen el abecedario y la ira, y lo humano y lo oscuro y secreto”.

Termina mi deambular por el bosque poético, por “el reino del terror” de Marina Arrate, que en la mejor tradición de la poesía moderna, nos hizo entrar a una zona post-lógica, en la que como lectora participante del rito de su escritura, logré encontrar una salida del bosque, para “iluminarme a la luz de mi falta de luz”, sólo para querer volver al bosque, para que mañana me sumerja en él otra vez.


 

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