MEMORIA DE SANGRE Y ORO.
A PROPÓSITO DE TATUAJE DE MARINA ARRATE
Por Ivette Malverde Disselkoen
Universidad de Concepción
Acta Literaria número 18, año 1993
El tercer libro de Marina Arrate, Tatuaje (Santiago: Ediciones del Mirador, 1992), ahonda en la indagación y en la formulación del deseo desde una perspectiva de mujer, temática planteada también en sus libros anteriores: Este lujo de ser (Concepción: Lar, 1986) y Máscara negra (Concepción: Lar, 1990).
Las cuatro partes de este nuevo libro: “Tatuaje”, “Satén”, “Sed” y “La danzadora”, pueden leerse como diferentes momentos que simbólicamente escenifican el ritual de liberación del inconsciente de una mujer y la emergencia de una dinámica del gozo fundada en la saciedad de los deseos. El discurso poético de la hablante escenifica el rito de iniciación que permite la emergencia de las pulsiones más profundas desde el cuerpo. A través del taraceamiento de signos que operan como talismanes prorrumpe el torrente de lo oculto en el inconsciente, el tatuaje ritual y sacrificial exorciza la emergencia de una figura de mujer que puede plantearse como la voz de la yo oculta de la hablante, ésta se constituye en sacerdotisa de la transformación liberadora. El diálogo tenso y seductor entre la hablante y la otra es el discurso del conjuro que posibilita la emergencia de lo reprimido. El poemario traza el camino que va desde la enunciación verbal del proceso de inscribir signos mágicos en la piel para abrir la memoria corporal de los deseos reprimidos hasta la expresión del cuerpo en el habla somatizada del baile extático de la danzadora.
El poema pórtico, que da nombre al libro y a la primera parte, es la constitución del rito preparatorio a través del tatuaje sacrificial y mágico que prepara “la espléndida epidermis” para la ceremonia de transformación. Con gozosa morosidad la hablante se detiene en los tipos de tatuaje, en los instrumentos rituales, en los signos mágicos trazados y en los efectos del proceso. El acto de tatuar, designado como taraceamiento, pone énfasis en el corte de la piel y en la incrustación de los signos, gesto sacrificial voluntario que subsume el dolor de la herida en la expectativa del efecto mágico del signo. El tipo de tatuaje escogido es el del trasplante de piel:
Trasplantes
de piel de antílope y jaguar
los nuestros (10)
Gesto que, leído como muda de piel, es símbolo de renovación y de acceso a lo otro, en este caso a la parte oculta de la yo. El injerto de piel de animales emblemáticos de las pasiones latentes se convierte en simbólico talismán para desatar lo reprimido, el acto de taracear deviene en operación sacrificial de renacimiento que se torna perceptible en el lenguaje a través de la formulación encantatoria de un discurso cuyas enumeraciones y reiteraciones producen una salmodia hechicera acorde con el ritual.
La parte siguiente, “Satén”, está formada por tres fragmentos en los que emerge la figura y la voz de las pulsiones a través de la aparición de la mujer de satén carmesí, la santona o sacerdotisa que puede plantearse como la personificación de los deseos latentes de la hablante. No en vano la piel o tela que recubre es de satén carmín, símbolo de la pasión, y su espacio es el bosque, símbolo del inconsciente. La irrupción de la mujer en el bosque, la estridencia que produce su vestido rojo en la verdura del bosque, simboliza la conmoción causada en el inconsciente por la dinamización de sus contenidos. La figura carmesí le permite a la hablante atisbar en su latencia pasional, al representársele el espectáculo de su deseo se produce la verbalización de éste. Desde allí cabe plantear que el encanto, el poder hechicero del lenguaje, es el que convoca lo reprimido y lo hace patente. Por ello los dos fragmentos siguientes de esta sección del libro se sitúan como el diálogo entre la voz enunciante y la mujer de carmesí. Si bien al comienzo es la hablante quien incita a la sacerdotisa a articular su mensaje y a transformar su murmullo en silabeo; posteriormente, una vez que prorrumpe el habla de santona, es, a su vez, convocada por ésta a unirse al espectáculo de su propio deseo y a asumirlo como tal.
El primer fragmento de esta segunda parte se constituye lingüísticamente sobre la base de la proliferación de signos duales representativos de lo superior e inferior, lo corporal y lo espiritual, el éxtasis y la culpa. Así, la mujer de carmesí es denominada como santona y/o santa; su manto se pliega en torno a ella como arpa, atuendo del mundo celestial-espiritual, y como arpía, atavío del vicio, la culpa y el castigo; los animales: el jaguar blanco, el jaguar negro y el cisne, son también símbolos de lo espiritual y lo terrestre. El discurso poético figura de esta manera la complejidad y ambigüedad de la conciencia latente de la sujeta del discurso.
El llamado a adentrarse en el propio inconsciente es planteado por la sacerdotisa a través de la invitación a escudriñar en lo aparentemente vacío e inescrutable y descubrir precisamente allí a la maga de la pantomima de la metamorfosis y la revelación:
Hacia ti me dirijo ciega. Para que veas en el hueco negro de mis ojos a la
danzadora y tú, apenas nombre, ingreses. A su baile radiante. (18)
La invitación es seductora y aterradora al mismo tiempo, por ello la hablante procura detener el proceso, sin embargo su otra yo le aumenta el deseo al recriminarle su desasimiento, su carencia de la memoria “de sangre y oro”. La exacerbación del deseo la impulsa al sacrificio como respuesta desafiante, sin embargo, su otra yo la detiene, pues al éxtasis y a la revelación no se accede a través de la destrucción, sino a través de la transformación regeneradora, posible sólo previo des-cubrimiento de las latencias ocultas.
Los tres poemas siguientes en la tercera parte del libro son la escenificación del espectáculo del deseo y del goce sexual representado por la mujer de carmesí para su invitada con el fin de permitirle acceder al éxtasis revelatorio. El espectáculo se plantea como el ritual de una cacería. El primer poema, “Sed”, es la enunciación del deseo y el acecho de la presa; “La muerte” y “El beso” muestra el encuentro y el diálogo pasional de la pareja, unión sacrificial de placer, en la cual Eros y Thanatos se confunden, permitiendo el canto gozoso de la pareja. “El beso”, gesto preparatorio de la culminación del rito de pasaje que abre el paso a la danzadora, es prefiguración de saciedad que culmina orgásmicamente en el último poema de la sección, “Los grandes animales”.
La contemplación de la muerte ritual en el encuentro amoroso libera lo reprimido en la hablante espectadora, y así como antes prorrumpiera el discurso de la mujer de carmesí ahora prorrumpen los deseos de gozo de la hablante simbolizados a través del fluir de las aguas, del baile de la danzadora y de un discurso poético que al comienzo del último poema tiende a los juegos fónicos basados en las aliteraciones. El acceso a lo inconsciente abre a la plenitud; en éxtasis la danzadora “Recoge su habla, la parlotea, la somatiza. La danzadora rastrilla y suma, quiebra su sino, nombra su nombre, su estirpe pulsa” (51). Los signos taraceados han operado su transformación mágica final, el cuerpo se ha convertido en signo y en voz de sí mismo, la hablante ha recuperado su memoria de “sangre y oro”, los signos mágicos y el lenguaje son innecesarios, el rito de pasaje de la latencia a la patencia de los deseos permite que el cuerpo se enuncie a sí mismo a través del baile:
Yo sé lo dije que a mí me mataba, pero…
En mi lugar llegaron las aguas …
me convertí en iluminada…
liberando rocas de estupor y de maravilla.
Fui feliz. …
Barboteo el gesto de toda adoración:
me inclino.
Un Ángel ilumina la atmósfera. (50-3)
En este libro percibimos un abordaje inédito a una problemática antiquísima: por una parte, el rito de pasaje del amor y, por otra, la exploración de la sique femenina con todo el riesgo que ello implica.
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